Por David Narciso

El periodista Jaime Rosemberg y la editorial rosarina Homo Sapiens acaban de presentar “Un maestro socialista”, la biografía escrita de Alfredo Bravo, personaje trascendente en la historia social y política argentina en la segunda mitad del siglo XX. Sindicalista, fundador de la Central de Trabajadores de la Educación (Ctera), ex preso político, miembro de la APDH, tenaz luchador por los derechos humanos, socialista, ex funcionario de su amigo Ricardo Alfonsín y ex diputado nacional, senador nacional electo y ex candidato a presidente. Vehemente, su carácter no en pocas oportunidades le jugó en contra en su vida pública. Bravo se volvió sinónimo del político que no traiciona sus convicciones, consecuente con sus ideales, honrado y honorable.

Rosemberg, periodista de diario La Nación y de larga experiencia, despliega la vida de Bravo con prosa ágil, ligera y atractiva, virtudes no fáciles de encontrar en biografías escritas, con un trabajado equilibrio entre datos, testimonios, anécdotas, contexto histórico y miradas contrapuestas sobre determinados hechos o posicionamientos del personaje.

Las circunstancias de Alfredo Bravo son las de un hombre público en un período histórico del país que se inicia con su afiliación al Partido Socialista en los años 40, los mismos de la irrupción del peronismo, y finaliza con su muerte en 2003, justo el 26 de mayo, horas después de la asunción de Néstor Kirchner, el presidente que con sólo el 22 por ciento de los votos le ponía la tapa al quiebre institucional y económico que había estallado en 2001.

Bravo era hijo dilecto del socialismo que Juan B Justo y otros iniciaron en 1896 en la pelea por una profunda transformación social en el marco de una democracia moderna. Su referente de juventud fue Alfredo Palacios. Se sentía parte de ese socialismo de extendida tradición parlamentaria, que logró liderar la agenda social en distintas etapas, pero al que el tren de la historia sorprende periódicamente al lado de la vía sin saber a cuál de los vagones subirse.

Un Partido Socialista a merced de los giros sociales y políticos de la convulsionada argentina del siglo XX. Él y otros jóvenes fueron echados en 1956 del partido (antecedente previo a la fractura que se extendería por 44 años) revelados, según le contó a Rosemberg, contra la “comprensión” de los líderes partidarios a los fusilamientos de la Libertadora en José León Suárez, la participación en el Consejo Consultivo del gobierno militar y la falta de renovación partidaria. Volvería a afiliarse al PSD recién en 1988.

Sin los errores de la connivencia con regímenes antidemocráticos en la que incurrieron los referentes históricos del socialismo argentino, Bravo le reporta a la antigua rama del socialismo una trayectoria y renovación acorde al periodo democrático que se abre en 1983. Sin embargo, no será hasta 1989 en Rosario cuando el socialismo, en su particular experiencia denominada PSP, conquiste la intendencia de Rosario e inicie su experiencia como partido de poder hasta estos días.

Por eso la figura de Bravo, que como sostiene en el libro el rabino Goldman era una figura de un socialismo que ya no existe pero también de una política que ya no existe”, se vuelve un caso de análisis sobre los desafíos a la hora de acumular poder a expresiones políticas, sociales y sindicales, en tiempos que los partidos perdieron la centralidad, los nombres propios cobran enhebran los proyectos y el bipartidismo se diluye pero hasta cierto punto.

Bravo recrea el dilema sobre cómo convertirse en opción de poder. El ejercicio del poder implica elegir aliados, tomar decisiones, operar con circunstancias bajo control ajeno, contener, someterse al desgaste y la crítica propios de la función.

El libro de Rosemberg, a través de la figura de Bravo, permite ver las fallidas experiencias del Frepaso y del ARI desde la óptica de un socio fundador minoritario de esos proyectos de poder.

La experiencia con el Frepaso pone incómodo a Bravo cuando el ingreso de la UCR a instancias de Chacho Álvarez relega a los socialistas democráticos en las decisiones de la Alianza y estalla definitivamente en los comienzos del gobierno de Fernando de la Rúa con el proyecto de reforma laboral y el voto en contra de Álvarez y Fernández Meijide a la derogación de las leyes de obediencia debida y punto final.

Otro tanto ocurre con el ARI diseñado en conjunto con Elisa Carrió. A poco de andar la chaqueña monopoliza las decisiones y define alianzas a todas luces incómodas para los socialistas porteños, incorporando un candidato a vice de centroderecha con el argumento de que con el ARI no alcanzaba para ser gobierno.

“Es cierto, tuvo limitaciones. No llegó a presidente, ministro o gobernador quizás porque le faltaba ambición real de poder; o por no querer pagar el costo personal que implicaban algunas decisiones trascendentes; o porque siempre se sintió más cómodo como opositor que en el oficialismo… Es tarea de quienes representan hoy el espacio progresista preguntarse por la construcción de una alternativa tan alejada de neoliberalismo como de la tentación populista”, sugiere el biógrafo, sobre el final del libro, en referencia a lo que viene ocurriendo desde 2003 hasta ahora con el espacio progresista, con dirigentes que adhirieron al kirchnerismo, otros que se convirtieron en funcionarios, otros que fueron oposición, pero en cualquier caso zamarreados por la inagotable iniciativa kirchnerista que constantemente los forzó a decisiones que en ningún caso resultaban gratuitas, como la decisión de competir como FAP en 2011, el conflicto por la resolución 125 o el balotaje de 2015, entre tantas.

Ese 25 de mayo de 2003, horas antes de morir Bravo, llegaba al poder un gobernador patagónico mucho más desconocido para la opinión pública que Bravo, con menor trayectoria nacional, pero pleno de ambiciones, apoyado por el mandatario de transición y montado sobre gran parte de la estructura del partido al que pertenecía. Conformó un gobierno que se autoproclamó progresista y de hecho en los siguientes 12 años impulsó acciones y leyes que antes fueron ideas y proyectos inconclusos de luchadores de ese espacio.

Como Bravo, entre otros. Varios de sus proyectos de ley elaborados en la década previa fueron tomados y hechos realidad por los gobiernos kirchneristas: derogación de las leyes de obediencia debida y punto final; restitución del grado de coronel al militar cesanteado por la dictadura Jaime Cesio; convertir la Esma en monumento nacional; ley de acceso a la información pública; creación del Instituto Nacional de Planificación Familiar que incluía salud reproductiva e interrupción voluntaria del embarazo; derecho personal a la rectificación personal para transexuales y hermafroditas.

El hombre que hasta el último día reivindicó su condición de maestro de grado, que vivió la tortura y la cárcel y que aun así se negó a dejar el país en 1978, que luchó por las condiciones de trabajo docente y por los derechos, murió ese 26 de mayo de 2003, contrariado por un resultado electoral muy pobre para la fórmula que integró con Rubén Giustiniani y por la soledad política en la que según él lo habían dejado, pero legaba un capital simbólico y ejemplo reconocido por propios y extraños, como quedó claro cuando despidieron sus restos en el Congreso y en sucesivos homenajes años después.