Por Ivana Mondelo

Morocho de piel trigueña, labios carnosos y mirada penetrante, Roberto Sánchez, alias Sandro o El Gitano, siempre supo cómo hechizar desde arriba del escenario.

No era sólo su música. Eran también sus gestos, sus movimientos, su manera de vestirse y una voz insinuante que generaba las más variadas fantasías. Este 4 de enero se cumplen catorce años de su muerte y Sandro, inagotable, sigue seduciendo.

Que haya partido en la estación más calurosa del año no es una simple coincidencia. En él todo era ardiente. El fuego era parte de su esencia. Sofocante e intenso, como las pasiones que despertó durante más de cuatro décadas en mujeres de toda latinoamérica.

Desde sus comienzos rockeros en los años 60 junto a su grupo ‘Los de Fuego’ versionando en castellano temas de artistas extranjeros como Jery Lee Lewis, Elvis Prestley o los Beatles, Sandro impuso un estilo provocador que mantuvo siempre. Abiertamente inspirado en Elvis, hacía temblar su cuerpo moviendo su torso y la pelvis de un modo escandaloso para la época, desatando delirios y desmayos entre sus seguidoras. También en sus recitales se armaba “bardo”. En una entrevista Sandro contó que en aquella época iban a verlos barras pesadísimas que rompían todo y ‘Los del Fuego’, que siempre salían vestidos de rojo, se tiraban por el piso a los gritos. “Solíamos romper una guitarra por show antes de que The Who existiera”.

A partir de 1967 empezó a incursionar en la música melódica, fusionando distintos ritmos y estilos latinos con algunos destellos que conservó del rock. Dejó de lado las camperas de cuero pero nunca abandonó la sensualidad y la provocación. Su estilo frenético e irreverente junto a una actitud romanticona volvía locas a las mujeres, hablando y cantándoles de una manera única, sintetizando la combinación perfecta entre un absoluto caballero y el más salvaje de los amantes. “Quiero llenarme de ti” le dio fama y reconocimiento fuera de los límites del país y así comenzó su gira por toda latinoamérica hasta llegar, a principios de los años 70, al Madison Square Garden de Nueva York convirtiéndose en Sandro de América.

Todo esto sucedía mientras otros, despectivamente, lo tildaban de grasa y cursi. Recién en los 80 se empezó a reconocer su trayectoria y en los 90 vinieron los tributos del rock en formato disco (uno under, el otro comercial) para que nos diéramos cuenta que Sandro era mucho más que ese cantante romanticón cuyas fanáticas, sus “nenas”, para ese entonces alborotadas y frenéticas señoras, revoleaban sin pudor sus bombachas al escenario en recitales que año a año veíamos televisados por Crónica.

Sandro era nuestro. Y además de ser un gran artista, músico y compositor, era un seductor por naturaleza, una verdadera tentación. Su performance siempre fue tan poderosa que el fervor no tardaba en trasladarse a la platea. “Cuando hago los movimientos sensuales en el escenario siento que abajo deben de haber 450 mil ratones corriendo carreras. ¿Qué miran esas chicas? ¿Qué necesidades tienen? ¿Qué vacíos? Me intrigan”, dijo alguna vez.

Es que con el paso del tiempo, cuando todos creíamos que estaba de vuelta, Sandro supo reinventar ese juego y la complicidad con sus fans. Con las batas de raso y los pijamas que lució en sus últimos shows activó un nuevo erotismo y se ubicó en el dormitorio de todas y cada una de “sus chicas”. Ellas, siempre fieles, sucumbieron una vez más.

Esas chicas, que décadas atrás eran adolescentes y hoy son madres, tías y abuelas, son las mismas que cada año realizan el ritual de reunirse frente a su casa de Banfield el 19 de agosto para desearle un feliz cumpleaños. Él, hasta el último día, siempre salió a recibirlas.

Sandro también incursionó en el cine, haciendo dupla con las actrices del momento. Entre 1965 y 1980 filmó 13 películas en las que desplegó, al igual que sobre el escenario, todo su carisma y su sex appeal. Con una de ellas, Muchacho (1970) –que en unos meses más se reestrena en formato digital y remasterizada– también se editó un disco del mismo nombre. Muchacho, es Sandro, un pibe que vive y trabaja en el Tigre con una señora mayor que lo crió. Ella tiene una embarcación donde él canta sus canciones divirtiendo a pasajeros, hasta que en unos de los paseos conoce a una chica de la alta sociedad y ambos se enamoran. El problema, claro, es que nunca falta quienes se oponen al amor. Los argumentos de sus películas quizás no sean gran cosa, pero ¿a quién le importa?. Sandro es todo.

La película y el disco Muchacho incluyen un tema que para mi es el más lindo de todos. Me gustan muchas de sus canciones, pero si tuviera que elegir, no lo dudo: me quedo con Trigal. Si no tenemos en cuenta la repetición de planos que delatan al director y nos concentramos únicamente en los protagonistas, la escena donde Sandro interpreta Trigal desborda sensualidad. Él, guitarra en mano, canta para un grupo de personas entre las que está ella, todos disfrutando del atardecer, sentados a la vera del río. Sandro apenas mueve sus labios y sonríe, cómplice. “Dame tu surco y dame vida, borra mi tiempo y esta herida, si ya es mío tu trigal…”. Si escuchar a Sandro cantar Trigal ya es provocador; ponerle imagen, perturba. Imposible bajar la temperatura.