SáBADO, 30 DE NOV

Zitarrosa, el cantor con voz de otro

Por Rubén Alejandro Fraga

 

Por Rubén Alejandro Fraga

“Hoy anduvo la muerte revisando los ruidos del teléfono, distintos bajo los dedos índices, las fotos, el termómetro, los muertos y los vivos, los pálidos fantasmas que me habitan, sus pies y manos múltiples, sus ojos y sus dientes, bajo sospecha de subversión… Y no halló nada… No pudo hallar a Batlle, ni a mi padre, ni a mi madre, ni a Marx, ni a Arístides, ni a Lenin, ni al príncipe Kropotkin, ni al Uruguay ni a nadie… ni a los muertos Fernández más recientes… A mí tampoco me encontró… Yo había tomado un ómnibus al Cerro e iba sentado al lado de la vida…”. Este fragmento de Guitarra negra va a modo de homenaje al cumplirse ayer 27 años del fallecimiento del inolvidable cantautor uruguayo Alfredo Zitarrosa, una de las figuras más destacadas de la música popular latinoamericana del siglo XX.

A lo largo de su vida fue locutor, cantante, compositor, poeta, escritor y periodista. Pero, entre todos los oficios que ejerció, le gustaba definirse a sí mismo como “cantor con voz de otro”. Y más de dos décadas y media después de su partida ahí siguen estando las milongas, rancheras, rasguidos dobles, zambas y canciones de Zitarrosa. Y también está la presencia de su ausencia: esa estampa viril que lo detiene en imágenes donde nunca falta el cigarrillo y la paliza de gomina sobre un pelo rebelde. Una estampa que crecía en los escenarios con sus guitarras y su voz, severa y dulce a la vez. La de un trovador que dejó un profundo legado artístico y ético a las nuevas generaciones.

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Zitarrosa era el hijo natural de Jesusa Blanca Nieve Iribarne, quien con 19 años lo dio a luz el martes 10 de marzo de 1936 en el Hospital Pereira Rossell, de Montevideo, y lo anotó como Alfredo Iribarne. Poco después, por razones económicas, su madre lo “dio a criar” al matrimonio compuesto por Carlos Durán, hombre de varios oficios, y Doraisella Carbajal, quien trabajaba en el Consejo del Niño uruguayo. Así, el botija pasó a llamarse Alfredo “Pocho Durán”, y vivió con su familia adoptiva en diversos barrios montevideanos. Desde chico, cantaba con voz de soprano canciones criollas que se ponían de moda. Su modesta fama trascendió el barrio y, a los 8 años, la madre lo llevó a la radio para que participara en el programa “El precoz tenor”.

“Las madres llevaban a sus hijos, y tenían que pagar diez pesos por cada audición. Mi tema de cabecera era la canción «Ay, ay, ay» del chileno Pérez Freire. Duré poco tiempo porque éramos pobres”, recordaba Alfredo.

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Posteriormente, entre 1944 y 1947, los Durán se trasladaron al pueblo de Santiago Vázquez, con frecuentes visitas a la zona rural cerca de Trinidad, capital del departamento de Flores, de donde era oriunda su madre adoptiva. Esta experiencia infantil en el campo marcó a Alfredo para siempre, e hizo que en su posterior repertorio artístico se destacara la inclusión mayoritaria de ritmos y canciones de origen campesino, fundamentalmente milongas. Regresó con su familia adoptiva, por breve tiempo, a Montevideo, para luego pasar a vivir, al comienzo de su adolescencia, con su madre biológica y el esposo de ésta, quien a la postre le dio su apellido, el argentino Alfredo Nicolás Zitarrosa, y su hermana recién nacida, Cristina, en el paraje Rincón de la Bolsa, en el kilómetro 29,500 de la vieja ruta a Colonia, departamento de San José.

Buscavidas, autodidacta, bohemio

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Según consigna el libro de Eduardo Erro, Alfredo Zitarrosa, su historia “casi” oficial, los primeros trabajos los hizo como ladero de un buscavidas, un tal Pachelo. “Era un gran personaje. Un timador. Andaba con una valijita por Montevideo y vendía insecticidas que eran, en rigor, talco fraccionado. Las cucarachas se mataban de risa”, recordó Alfredo, quien también trabajó como vendedor de muebles, de suscripciones a una sociedad médica, de oficinista y en una imprenta. Aún faltaba mucho para el oficio de cantor, pero faltaba poco para que, en bares montevideanos repletos de españoles, se iniciara en el anarquismo.

Luego, se mudó con su familia a una pensión de la calle Yaguarón 1021, en el centro de Montevideo. Él se instaló en la buhardilla de la casa, que estaba atiborrada de libros y donde había una figura de Ludwig van Beethoven, un retrato del poeta peruano César Vallejo y una calavera con la inscripción “ser o no ser”.

Al joven Zitarrosa le gustaba andar por los boliches, caminar por la rambla de Montevideo a la madrugada, y recitar los poemas de Federico García Lorca, Antonio Machado, César Vallejo o Bertolt Brecht. Poco a poco le fue tomando el gusto a la bohemia, y también a la noche y sus fantasmas.

Estaba en eso cuando se inició en las lides artísticas, en 1954, como locutor de radio, incursionando como presentador y animador, libretista e informativista, e incluso como actor de radioteatro. Dicen los que lo escucharon que era brillante y llegó a presentar en vivo, como animador, a cantores de la talla de Julio Sosa y Edmundo Rivero.

Lector empedernido, sus inquietudes artísticas lo llevaron a incursionar en el arte dramático debutando, a los 22 años, en la obra La piel de los otros, del dramaturgo uruguayo Juan Carlos Legido. Fue también escritor y periodista, destacándose, en esta última actividad, su labor en el semanario político y cultural Marcha, cuyo director era Carlos Quijano, y que tenía nada menos que a Juan Carlos Onetti como secretario de redacción.

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Cantor, casi de casualidad

Mientras sus convicciones políticas de izquierda iban complicando su vida profesional, sus convicciones estéticas ya lo habían enredado con la poesía. En 1958, Alfredo ganó el Premio de Poesía de Montevideo y al poco tiempo andaba vagando por América latina. En 1961 desembarcó en Lima, Perú, para trabajar como periodista en Canal 13 Panamericana de Televisión. Allí debutó como cantor, casi de casualidad, el 20 de febrero de 1964. Así, azarosamente, comenzó una carrera que no se interrumpiría. “No tenía ni un peso, pero sí muchos amigos. Uno de ellos, César Durand, regenteaba una agencia de publicidad y por sorpresa me incluyó en un programa de TV, y me obligó a cantar. Canté dos temas y cobré 50 dólares. Fue una sorpresa para mí, que me permitió reunir algunos pesos”, recordó.

Luego, al pasar por Bolivia de regreso a Uruguay, Zitarrosa realizó varios programas en Radio Altiplano de La Paz, debutando posteriormente en Montevideo, allá por 1964, en el Auditorio del Sodre (Servicio Oficial de Difusión Radioeléctrica). Esa participación le sirvió de peldaño para ser invitado, a principios de 1966, al ya reconocido Festival de Cosquín, en la Argentina, al que volvería en 1985.

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Antes, a comienzos de 1965, había grabado su primer disco, un “doble” que reunía cuatro canciones: “Milonga para una niña”, “Mire amigo”, “El camba” y “Recordándote”. Sus primeros discos pegaron fuerte en Uruguay. Era el momento justo: el retruque oriental a la invasión folclórica argentina y su boom.

Rápidamente, Zitarrosa se estableció como una de las grandes voces del canto popular latinoamericano, con claras raíces de izquierda y folclóricas. Cultivaba un estilo contenido y varonil, y su voz gruesa y un típico acompañamiento de guitarras le dieron su sello característico. Una lucidez implacable, un cancionero que combinó un vocabulario preciso, elegante y popular, una música que le dio otro sabor a la milonga y la dotó de compromiso social. Y una responsabilidad total con sus músicos, con los que trabajaba en forma cooperativa. Cierta vez, en carnaval, un empresario le anunció poco antes de que subiera al escenario que tenía para pagarle la mitad del dinero pautado. Estaban previstos siete temas. Zitarrosa cantó tres y cortó el siguiente en la mitad. Explicó al público los motivos e invitó: “La seguimos en el boliche de la esquina”.

Un doloroso exilio

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En esa línea, Zitarrosa adhirió al Frente Amplio de la izquierda uruguaya, lo que le valió el ostracismo y finalmente el exilio durante los años de dictadura (1973-1984). Sus canciones estuvieron prohibidas en la Argentina, Chile y Uruguay durante los regímenes dictatoriales que gobernaron esos países entre mediados de los años 70 y principios de los 80. Vivió entonces, sucesivamente, en la Argentina, España y México, a partir del 9 de febrero de 1976. El exilio y el andar penando por España –donde, confesaba, bebió “una a una las tristezas”– y luego por México le produjo terribles jaquecas y “poca inspiración para componer”.

Levantada la prohibición de su música, como la de tantos en la Argentina luego de la Guerra de Malvinas (1982), se radicó nuevamente en Buenos Aires, donde realizó tres memorables recitales en el estadio del club Obras Sanitarias en julio de 1983. Casi un año después volvió a su país, donde tuvo una histórica y masiva recepción el 31 de marzo de 1984.

Alfredo Zitarrosa murió en su Montevideo natal, el martes 17 de enero de 1989, dos meses antes de cumplir 53 años.

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Poco antes de morir había grabado su último disco, Sobre pájaros y almas, editado póstumamente en 1989. En uno de sus temas, “Pájaro rival”, había escrito, en tono profético:

“Por sanar de una herida
he gastado mi vida
pero igual la viví
y he llegado hasta aquí.

Por morir, por vivir,
porque la muerte es más fuerte que yo
canté y viví en cada copla
sangrada querida cantada
nacida y me fui…”.

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