SáBADO, 30 DE NOV

Titanic: la noche que se hundió una época

Se cumplen 110 años del naufragio del lujoso transatlántico de la compañía naviera White Star Line una tragedia que marcó el fin de una era.

Por @Rubén_A_Fraga

Se cumplen 110 años del naufragio más famoso de la historia: el hundimiento del lujoso transatlántico RMS Titanic, una tragedia que sacudió a la opinión pública y marcó, además, el fin de una época.

El viaje inaugural del legendario transatlántico RMS Titanic (en inglés: Royal Mail Steamship Titanic, “Buque de vapor del Correo Real Titanic”) había comenzado unos días antes, el miércoles 10 de abril de 1912. Aquella mañana, todo era bullicio y agitación en el muelle Nº 44 de la compañía naviera White Star Line en el sureño puerto inglés de Southampton.

Y no era para menos: el “insumergible” Titanic, el transatlántico más grande y lujoso de la época, se aprestaba a zarpar en su viaje inaugural desde Europa hacia Estados Unidos, con la ciudad de Nueva York como destino final. “Ni Dios mismo podría hundir este barco”, se jactó uno de los 891 tripulantes del opulento buque que, a las órdenes del veterano y prestigioso capitán inglés Edward John Smith, estaba a punto de zarpar llevando correspondencia y 1.336 pasajeros a bordo, entre ellos, la “flor y nata” de la sociedad angloamericana.

Es que, 110 años atrás, en plena euforia de la “belle époque” –aunque era “bella” para unos pocos afortunados y muy difícil para la mayoría de los mortales– nadie imaginó que esa colosal nave estaba a punto de iniciar su primer y último viaje. Un viaje que, cuatro días y medio más tarde, concluiría chocando contra un iceberg y abriría paso a la leyenda.

El buque era una de las maravillas de su época: con casi 270 metros de largo y 30 metros de ancho, en la cubierta del Titanic entraban tres canchas de fútbol. Desde la cubierta principal hasta la quilla, el Titanic media 57 metros de alto y cada una de sus tres anclas pesaba 15 toneladas.

El casco pesaba 46.000 toneladas y cada una de sus cuatro chimeneas medía 48 metros de altura y 7 metros de diámetro.

Pero el navío más grande del mundo era también el más lujoso: un “palacio flotante” cuyas salas, restoranes, salones, piscinas, baños turcos, gimnasios y jardines interiores rivalizaban con los mejores hoteles. Aunque ese lujo estaba reservado sólo para los millonarios y las celebridades que viajaban en primera clase y contrastaba con los sufridos inmigrantes hacinados en tercera clase. Un boleto en la primera clase del Titanic costaría hoy el equivalente a 64.000 libras (unos 102.000 dólares).

La White Star Line había previsto inicialmente colocar 64 botes (con capacidad para 60 pasajeros cada uno) para las 2.227 personas que irían a bordo, pero su presidente, Bruce Ismay, decidió reducirlos a sólo 16, más cuatro balsas inflables, para ganar espacio y no “contaminar” visualmente el panorama que se apreciaba desde la elegante cubierta del barco.

Tres gemelos colosales

La historia del Titanic y la de sus dos barcos gemelos, el Olympic y el Britannic, había comenzado unos años antes en una mansión londinense propiedad de lord William Pirrie, socio mayoritario de los astilleros más grandes del mundo, Harland and Wolff de Belfast, Irlanda del Norte. La noche del 10 de junio de 1907, durante una cena ofrecida por Pirrie a Bruce Ismay, director gerente de la White Star, ambos decidieron la construcción de los tres barcos más grandes del mundo.

Es que la principal competidora de la White Star en el Atlántico, la Cunard, había botado ese mismo año dos formidables transatlánticos: el Mauritania y el Lusitania, equipados con las modernas y revolucionarias turbinas diseñadas por el inglés Charles Parsons que llevaron al transporte por mar a un nuevo nivel, con buques mucho más veloces, serenos y eficientes. La respuesta de la White Star a los dos buques de la Cunard fue un trío de colosos 30 metros más largos y muchísimo más lujosos, aunque no tan veloces, ya que poseían un sistema de propulsión entre híbrido y antiguo.

Se pretendía que fueran los iniciadores de una nueva generación de grandes transatlánticos de lujo que, sin priorizar la velocidad, apuntaban a un público de poderosos millonarios norteamericanos cuyas exigencias iban en aumento. Aquella noche, Pirrie e Ismay también decidieron el nombre de los barcos. Al primero lo llamarían Olympic, al segundo Titanic y al tercero Gigantic, nombre que tras la tragedia del Titanic cambiaron por Britannic.

De Southampton a la eternidad

Los preparativos del viaje inaugural del Titanic habían requerido seis largos días, durante los cuales se cargaron los últimos muebles y elementos decorativos, todas las provisiones y las 6.000 toneladas de carbón necesarias para la travesía. Precisamente, el mayor inconveniente que enfrentó la White Star –propiedad el magnate norteamericano John Pierpont Morgan– fue la escasez de carbón, debido a una prolongada huelga de mineros en Gales que había dejado desabastecidos los puertos ingleses del esencial elemento.

Como consecuencia del paro, había unas 17.000 personas desocupadas sólo en el puerto de Southampton y los buques de pasajeros esperaban el fin de la huelga amarrados de a dos en los muelles. El combustible del Titanic provino de un resto que le quedaba de su travesía desde los astilleros en Irlanda del Norte y una engorrosa operación de vaciado de los depósitos de otros seis buques del mismo consorcio cuyo carbón fue traspasado al coloso.

A las 12 del mediodía de aquel 10 de abril, el Titanic hizo sonar su sirena y soltó amarras de la terminal de la White Star en Southampton.

Seis remolcadores ayudaron al enorme navío a maniobrar para alejarse del muelle y poner rumbo a alta mar. Una vez liberada de ellos, la majestuosa mole comenzó a movilizarse por sus propios medios y, al pasar por un estrecho canal que conducía a la salida del puerto, la ola y contraola que se formaron hicieron que el buque Nueva York zafara de sus amarras y llegase a estar a pocos metros de impactar contra el casco del transatlántico debutante.

Gracias a la oportuna intervención de uno de los remolcadores y a una acertada maniobra del capitán Smith se evitó el choque.

Al día siguiente, tras hacer escala en Cherburgo, Francia, y Queenstown, Irlanda, el Titanic enfiló al sudoeste y puso proa hacia la inmensidad del océano Atlántico en busca de la Estatua de la Libertad, con la que se debía topar siete días después. Sin embargo, sólo alcanzarían el muelle neoyorquino algunos de los escasos botes con los sobrevivientes de la tragedia desatada tras el choque con un iceberg a las 23.40 del domingo 14 de abril y fueron cargados en el Carpathia, el barco que auxilió al Titanic. Y ya nadie volvería a ver al majestuoso buque hasta que el 1° de septiembre de 1985 la misión del oceanógrafo estadounidense Robert Ballard descubrió sus restos en las profundidades del lecho oceánico.

El afán de llegar antes de tiempo a destino para ganar prestigio ignorando las advertencias de peligrosos témpanos de hielo en la zona, materiales inapropiados utilizados en la construcción del casco del barco, la escasez de botes de emergencia por cuestiones “estéticas” y una serie de errores e irresponsabilidades se unieron para desencadenar una tragedia que causó la muerte de 1.512 personas, en su mayoría inmigrantes que viajaban en tercera clase y tripulantes.

El hundimiento del Titanic significó el fin de una época y con el tiempo llegaría a representar el momento en el que la humanidad perdió su inocencia y su sensación de seguridad.

Al final de la “época eduardiana” –el reino de Eduardo VII en Inglaterra (1901-1910)–, y antes de la Primera Guerra Mundial, los hombres todavía sabían en qué creían. Como señala con elocuencia Walter Lord en su libro The Night Lives On: “En 1912, las personas tenían confianza. Ahora nadie está seguro de nada, y cuanto más inseguros nos volvemos, más añoramos la época dichosa en que conocíamos todas las respuestas. El Titanic simboliza esa época o, lamentablemente, su final. Cuanto peor se ponen las cosas ahora, más pensamos en ese barco y en todo lo que se hundió con él”.

Un capitán que se hundió con su barco

El capitán Edward John Smith se había unido a la White Star Line en 1886 y con el correr de los años comenzó a hacerse cargo de las mejores y más grandes naves de la compañía. Considerado como el más competente de todos los capitanes del Atlántico, con su sueldo de 1.000 libras al año era el comandante mejor pago de la época. Y era tan popular entre los viajeros que muchos de ellos decidían qué buque tomar averiguando antes si él estaba al mando.

Sin embargo, el vertiginoso aumento del tamaño de los transatlánticos terminó por crearle a Smith más de un dolor de cabeza. Bajo su mando, el Olympic –buque gemelo del Titanic– sufrió tres accidentes menores, el último de los cuales hizo que el barco tuviera que visitar de nuevo los astilleros en Belfast para ser reparado. En 1912, con 62 años, Smith dejó el Olympic y asumió el comando del Titanic para cubrir a todo lujo la misma ruta transatlántica entre Liverpool y Nueva York.

Si bien se afirma que el del Titanic iba a ser su último viaje antes de jubilarse, otros especulan con que la compañía pensaba confiarle también el primer viaje del Britannic. Lo cierto es que aquel abril de 1912, en una bonita casa de ladrillos rojos cercana al puerto de Southampton desde donde había zarpado el Titanic, su esposa Eleanor, su hija Hellen, de 12 años, y su inseparable perro esperaron en vano el regreso de Smith. La fría y estrellada madrugada del lunes 15 de abril, mientras se lamentaba quizá por haber desoído las reiteradas advertencias de témpanos de hielo que recibió, Smith pronunció su última frase: “Ahora cada uno deberá valerse por sí mismo”.

A las 2.20 del lunes 15 de abril de 1912 y siguiendo las honorables tradiciones marinas de la época, fiel a los códigos de honor de los hombres de mar, el capitán Edward John Smith se hundió para siempre junto con su barco en las heladas y profundas aguas del Atlántico norte, a 640 kilómetros de Terranova, Canadá. Toda una época se hundió con ellos. Para siempre.

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