SáBADO, 30 DE NOV

Un joven de la comunidad Qom sueña con ganarle el partido al olvido

Uriel viene gambeteando los embates de la vida en diferentes ámbitos, un joven cartonero que desde el monte chaqueño se permite soñar con ser futbolista. “Mi sueño es que tanto mis viejos, como mi familia y comunidad, puedan estar orgullosos de mí”, le dijo a Conclusión.

Por Alejandro Maidana

“Lo peor que hizo el fútbol fue haberse vestido de frac, ya que el fútbol es hijo de la miseria”. Dante Panzeri

A través de esta frase, el ícono del periodismo deportivo argentino, y con el que lamentablemente muy pocos se referencian, hacía alusión al camino que había tomado el fútbol argentino. Panzeri tenía devoción por Antonio Sastre, un futbolista que, por ejemplo, no se sonrojaba a la hora de salir de su casa en pijamas para comprar cigarrillos. Por ello criticaba aquello que se alejaba de lo popular para acercarse al salón de los engaños, al del frac y los flashes, de aquello que lamentablemente, terminaría por imponerse.

El fútbol y los sectores populares, una comunión que se fue deshilachando a medida que el cemento del denominado “progreso” fue avanzado, y la globalización aplastando. Atrás quedaron los potreros hacedores de mágicas gambetas y furibundos choques de canillas, ya no hay huecos, resulta una verdadera quimera encontrar un espacio verde para transformarlo al menos por unas horas, en el Maracaná. El fútbol como lo supimos conocer de pibe, ya no existe, la metamorfosis sufrida es de un impacto tal, que hoy son las redes sociales las que hablan en lugar de los picados.

Pero claro, esa pelota burlona y saltarina, sigue oficiando de atrapasueños en aquellas barriadas en donde los desvalidos se aferran a la misma para poder tejer un futuro que los amigue con una heladera llena, y dejar así, de rascar una olla que para pararla hay que donar vida. Pese a todo y contra todo, sigue siendo el fútbol la puerta que permita dejar atrás la miseria, esa incómoda y deshumanizante realidad que abraza los días de una pibada aletargada.

Un adolescente Qom sueña despierto pisando el cuero de una herramienta emancipadora

El general Victorica, allá por 1884 y con la excusa de extender el territorio nacional, llevó adelante La Conquista del Gran Chaco. La resistencia de los pueblos indígenas fue estoica, pero la misma no alcanzó para repeler el ataque del enemigo interno. Reducidos en grupos, hambreados y tratando de sostenerse en los lugares más vulnerables, comenzarían a escribir una nueva historia: la de saqueos y explotación.

“La Matanza de Napalpí”: en el año 1924, el gobierno nuevamente quiso ampliar su área de cultivo, dando tierras a los extranjeros y criollos. La idea era poder concentrar a los indígenas en reservas, dando muestras una vez más de su espíritu libre y digno. Los mismos se niegan y se aprestan a luchar.

Desde Quitilipi salieron 130 hombres armados hasta los dientes, para que el 19 de julio de ese año volviese a teñirse con sangre de los indígenas. Más de 5.000 cartuchos fueron encontrados. Los que no murieron baleados fueron degollados con machetes. Ancianos, hombres, mujeres y niños sufrirían nuevamente el avance asesino del estado en la figura del gobernador Centeno.

Esta intenta ser una breve reseña de siglos de opresión, de persecución y de matanzas infames. Hoy, expulsados por el incesante desmonte que propicia la actividad agropecuaria de siembra directa, muchos hermanos Qom se vieron obligados a poblar las periferias de las grandes metrópolis. El daño colateral de un progreso al que no fueron invitados, el quiste de una Argentina con aires europeizantes, que reniega de su origen “morocho” al que intentan borrar de manera sistemática a través de un opulento genocidio discursivo.

Uriel López tiene 17 años, pertenece al pueblo Qom, y junto a sus cuatro hermanos transita su vida entre el cartoneo y los picados de fútbol. Celestino y Elisabeth son sus padres, quienes reparten su vida entre el monte chaqueño y el barrio toba ubicado en la zona suroeste de la ciudad de Rosario.

Los días suelen ser espinosos para los verdaderos dueños de estas tierras, los coletazos de un impiadoso sistema, los ha obligado a transitar de manera constante por un sinfín de situaciones que tienen a la sobrevivencia, como única meta alcanzable. “Comencé a jugar a la pelota a la edad de 10 años, lo hice gracias a mi papá en la ciudad de Rosario. Recuerdo que usaba una remera de Rosario Central, pasaba mucho tiempo jugando con mis amigos y compañeros”.

Yo solo quiero representar a mi comunidad, mi sueño es poder ayudar a mi familia, darles el lugar y las cosas que merecen

Al genocidio cultural, se le suma la imposibilidad de abrazar un trabajo genuino para quienes luchan por sobrevivir. Allí, la figura de sus padres sigue siendo un puntal fundamental en la contención, ya que el afuera ha mutado y hoy exhibe el peor de sus rostros. Consultado por Conclusión sobre lo que representa poder jugar a la pelota, Uriel indicó: “Yo solo quiero representar a mi comunidad, mi sueño es poder ayudar a mi familia, darle el lugar y las cosas que merecen. Siempre me imagino dentro de una cancha haciendo las cosas que hacía Maradona, y que hoy hacen Messi, Neymar o Mbappé”.

Estoy buscando una oportunidad de prueba, si es en Rosario Central mejor

La vida de Uriel está sujeta a la difícil realidad que atraviesan las comunidades indígenas de nuestro país, un movimiento incesante de kilómetros que permitan escaparle al hambre sin abandonar la cultura, piedra basal en la familia que integra. “En Sáenz Peña (Chaco) juego en lo que se denomina Quinta Ocho, en el barrio toba, y el potrero donde nos reunimos a jugar a la pelota se llama 9 de julio. Estoy buscando una oportunidad de prueba, si es en Rosario Central mejor, aquí en esta ciudad existe un espacio de captación de jóvenes que, si reúnen las condiciones necesarias, son enviados a Rosario”.

Este sueño es el que comparten todos los chicos de mi comunidad, la de poder levantarse y ver a su mamá tranquila, que no falte un plato de comida sobre la mesa, ya que muchas veces eso sucede

Uriel como todo pibe integrante de una comunidad indígena, es impulsado por un único sueño, el de poder acercar a través del deporte, ese esquivo estado de bienestar para su familia y su pueblo. “Mi sueño es que tanto mis viejos, mi familia como mi comunidad, puedan estar orgullosos de mí. Este sueño es el que comparten todos los chicos de mi comunidad, la de poder levantarse y ver a su mamá tranquila, que no falte un plato de comida sobre la mesa, ya que muchas veces eso sucede. Por último, también perseguimos esas oportunidades que puedan alejarnos de la maldad que hay en las calles, que lamentablemente es mucha”.

De hablar cansino pero seguro, Uriel López realza el atributo con el que cuentan aquellos que, de la digna resistencia, han construido su bandera. Guardián de la cultura ancestral y costurero de los sueños rotos, este volante central que busca cortar el juego tanto de su oponente, como del sistema, no se resigna a salir jugando con la cabeza levantada buscando tanto el arco de enfrente, como el esquivo estado de bienestar. Mientras pisa una pelota desgajada de tanto batirse a duelo con las piedras y la tierra, Uriel sueña, Uriel tolera, Uriel existe.

El club 9 de Julio de Sáenz Peña sigue conteniendo pibes para alejarlos definitivamente de esa calle convertida en un verdadero jeroglífico. La soledad suele ser una inoportuna consejera para quienes siguen siendo burlados por una historia escrita con la pluma de los privilegios. Y es allí donde aparece el deporte, la pelota, ese fútbol que resignificaba Dante Panzeri, y que en cada grito de gol que emerge de la garganta de las barriadas, sigue diciendo presente en el imaginario popular.

 

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