MIéRCOLES, 27 DE NOV

El miedo como recurso de la política

El miedo, en tanto sentimiento colectivo, no es un tema de la psicología sino de la política: saber articularlo desde arriba puede ser un poderoso recurso del poder. Editorial de José Natanson en diario francés.

Por José Natanson

Herederas más o menos culposas de la tradición positivista, las ciencias sociales mantuvieron desde el comienzo una distancia prudente respecto de los sentimientos humanos, considerados impulsos imposibles de racionalizar y, menos aun, cuantificar. Sin embargo, a partir de la idea de que las subjetividades son estados individuales que se pueden articular de manera colectiva, experiencias compartidas que al final derivan en identidades políticas, en los últimos años se registra un “giro emocional” de la sociología, la historia y la economía que ha hecho que cada vez más estudios tomen como objeto de investigación la alegría, la frustración y, por supuesto, el miedo.

Probablemente el más potente de los sentimientos humanos, el más destructivo y sin dudas el que ha generado más catástrofes a lo largo de la historia, el miedo se vive de manera diferente entre miembros de una misma comunidad: una estadounidense de fe musulmana que usa el hiyab probablemente le tema más al FBI que al terrorismo, del mismo modo que un joven del tercer cordón del conurbano seguramente se inquiete más ante la Bonaerense que ante la inseguridad. Por eso el miedo, en tanto sentimiento colectivo, no es un tema de la psicología de masas sino de la política.

Toda relación de dominación política involucra el miedo. Como escribió primero Hobbes, que sugirió que la gran inteligencia del político consiste en instrumentalizar el miedo a la amenaza externa para aniquilar al enemigo interno, y como enseñó después Maquiavelo, que recomendaba al Príncipe ser temido antes que amado, el miedo es inherente al poder. No hay autoridad política sin miedo porque el miedo es, en cierto modo, prepararse para obedecer.

Europa, Europa

En El miedo. Historia y usos políticos de una emoción (1), el enorme historiador francés Patrick Boucheron analiza el fresco “Del buen gobierno”, pintado por Ambrogio Lorenzetti hace siete siglos, como una alegoría de la amenaza que se cierne sobre la ciudad pacificada, el miedo a que la comuna armónica devenga nuevamente en riguroso señorío. Los estudios de Boucheron, aunque centrados en la Siena del siglo XIV y el poder de la Iglesia Católica, la institución que durante más tiempo construyó una autoridad basada en el miedo, están cobrando sorprendente actualidad.

¿Qué es el Estado Islámico sino una máquina del miedo? Su sofisticado activismo digital, que desmiente la idea de que se trata de una organización simplemente arcaica, incluye no solo los videos de las decapitaciones filmados en desiertos hollywoodenses con calidad HD por su productora de contenidos, Al-Hayat Media Center, sino también campañas de marketing de una sofisticación aterradora: en junio de 2014, bajo el hashtag #AllEyesOnIsis, el grupo terrorista llamó a sus adherentes alrededor del mundo a sacar una foto de la ciudad en la que se encontraban, con miles de amenazantes respuestas que iban de Roma a Beirut y de París a Londres (2).

El triunfo de Donald Trump en las primarias republicanas también es síntoma del modo en que el miedo orienta las preferencias de los votantes por vía del recurso desesperado a los outsiders. Su programa en materia de inmigración, consistente en construir un muro a lo largo de los 3.141 kilómetros de frontera con México, y su espíritu rústicamente guerrero en relación a Medio Oriente, confirman que los inmigrantes y el terrorismo desplazaron al comunismo como amenaza omnipresente de los estadounidenses, y eso a pesar de que, como señaló Juan Tokatlian en base a datos oficiales del Departamento de Estado, en 2015 murieron menos estadounidenses como consecuencia de atentados terroristas que como víctimas de… rayos (19 contra 27).

Pero el verdadero problema se sitúa hoy al otro lado del Atlántico. Sumida en la crisis más profunda del último medio siglo, Europa se desliza hacia posiciones de derecha, y aun de extrema derecha, bajo el liderazgo de políticos oportunistas hábiles en el arte de instrumentalizar el miedo. Siempre conviene comprender antes de criticar: el proceso de transformación que atraviesa el continente, marcado por la llegada masiva de migrantes de Medio Oriente, la amenaza terrorista y el desempleo, sacude seguridades que se daban por ciertas, desestabiliza la homeostasis de las personas y puede, llegado el caso, sacar lo peor de ellas. Varios de los rasgos que están en la esencia de la identidad europea de posguerra –la paz, el uso libre del espacio público, la búsqueda de la equidad– se encuentran cuestionados por las propias sociedades, que oscilan entre la apatía nihilista, el estallido militante y el voto a la derecha más radical.

Y sin embargo, ciertas respuestas confirman que el continente todavía conserva dosis del antídoto. Luego de los atentados de noviembre de 2015 en París, cerca de tres millones de personas, liderados por una docena de jefes de Estado llegados de diferentes partes del mundo, protagonizaron la manifestación más masiva desde la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. La misma noche de los ataques, con la ciudad todavía en estado de sitio, el presidente François Hollande se había acercado a la sala de conciertos Bataclán a pesar de la posibilidad en absoluto disparatada de que se produjera un nuevo ataque (lo que se conoce como “atentado a la libanesa”, es decir provocar un primer estallido, esperar a que lleguen las fuerzas de seguridad y golpear de nuevo). El miedo de Hollande era evidente, físicamente visible, pero el presidente francés, por una vez a la altura de las circunstancias, logró vencerlo. A veces para poder gobernar el político debe primero gobernar su propio miedo.

Bienestar

Cuando se apaga la luz se encienden los miedos. Cada persona esconde el suyo: a la muerte, al desempleo, al aburrimiento (los que curamos con rivotril nuestro miedo sobre todo a la soledad rezamos todas las noches la oración de la lánguida, transparente y tristísima novela de Kazuo Ishiguro: Nunca me abandones). De entre todos los miedos posibles, uno de los más poderosos es la incertidumbre: los testimonios de personas que atravesaron por la experiencia atroz de la tortura coinciden en que lo peor era lo desconocido, el pánico de no saber lo que venía después. Y en este sentido resulta curioso que exista una larga tradición de películas, libros y series de televisión que hacen eje en el fin del mundo, que sobrevendría como resultado de una epidemia, una guerra nuclear o un tsunami, pero que prácticamente no existan ni siquiera distopías sobre el fin del capitalismo, como si fuera más fácil imaginar la explosión del planeta que un cambio de las relaciones de producción.

Cada época convive con sus fantasmas y sus patologías. Byung-Chul Han sostiene que el gran miedo bacterial, eliminado a partir de la creación de los antibióticos en los años 40, fue seguido por el período viral, que llegó a su punto máximo con la irrupción del SIDA en los 80 y que como consecuencia de los esfuerzos inmunológicos estamos dejando atrás. Para el filósofo coreano, la patología dominante de nuestra época es neuronal, con enfermedades como la depresión, el trastorno por déficit de atención, el trastorno obsesivo compulsivo y el síndrome de desgaste ocupacional. Producto de lo que define como la “sociedad del rendimiento”, lo que caracteriza a estas patologías es que no son resultados de una negatividad sino de un exceso de positividad. “A la sociedad disciplinaria todavía la regía el no. Su negatividad generaba locos y criminales. La sociedad del rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados” (3).

Pero volvamos a la política. El miedo, decíamos, no es patrimonio exclusivo de las tiranías sino parte esencial de cualquier relación de dominación, incluso de una democrática. Si son buenos, los dirigentes saben que deben gestionar el miedo de las personas sobre las que mandan. Deben establecer una regulación del miedo. Y si una primera mirada nos lleva a las guerras absurdas libradas en nombre de la democracia liberal y los valores occidentales en Afganistán, Irak o Siria, un análisis más detenido debería advertir que el miedo no necesariamente conduce a la destrucción y el caos: hay un uso democrático, eficaz y hasta solidario del miedo.

El Estado de Bienestar, enorme creación de la posguerra hoy en vías de extinción, es en esencia un dispositivo tendiente a evitar riesgos, casi diríamos un aparato para combatir el miedo. Sus componentes esenciales –seguros por accidentes, licencias por enfermedad y maternidad, prestaciones por desempleo y jubilaciones– son básicamente formas de reducir la incertidumbre que enfrentan las personas a lo largo de sus inevitablemente accidentadas trayectorias vitales, por lo que la forma que adquiere en cada país define los valores sociales y el estilo de convivencia de la sociedad. Comparemos por ejemplo la situación de Estados Unidos, con un mercado laboral hiperflexibilizado, derechos sociales reducidos al mínimo y la ausencia de la garantía estatal incluso en la atención de salud, como confirman los casos dramáticos de familias que quiebran para pagar la operación de uno de sus miembros, con por ejemplo la experiencia alemana, donde las necesidades básicas de todos los ciudadanos están garantizadas: es evidente que la dependencia del trabajador estadounidense respecto del empresario será diferente a la del alemán, y que las sociedades y los sistemas políticos también serán distintos (y nótese que se trata en ambos casos de países desarrollados de altísima productividad). En suma, dos regímenes de administración del miedo diferentes empujan hacia un lado u otro la balanza capital-trabajo.

Recapitulemos antes de concluir. Aunque cada integrante de una determinada sociedad lo experimente a su manera, el miedo puede ser articulado desde arriba y utilizado como recurso político. Aterrizando en la Argentina actual, es evidente que las políticas públicas no serán las mismas si prevalece el miedo a la inflación o al desempleo, a la inseguridad o a los militares. El gobierno del PRO, con su confianza en la liberación de las fuerzas productivas, su apuesta al individuo y su fe en el mercado, viene desmontando algunas piezas de nuestro castigado Estado de Bienestar, por momentos con la motosierra de los fanáticos, en ocasiones con el bisturí cauteloso de los buenos políticos. A riesgo de espantar lectores, insistimos con la idea de que el PRO aprendió del menemismo y que sus maneras son distintas: Macri nunca dirá “ramal que para, ramal que cierra”, porque quizás no lo crea necesario, porque la sociedad no lo toleraría o porque –improbablemente– leyó a Maquiavelo, que definía a la república democrática como la única forma de gobierno en la que las masas pueden infundirles miedo a quienes las gobiernan.
1. En coautoría con Corey Robin (Capital Intelectual, 2016).
2. Lucía Gradel, “La marca ISIS” (disponible en www.eldiplo.org).
3. La sociedad del cansancio, Herder, 2015.

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