MIéRCOLES, 27 DE NOV

Raúl Barboza, el mago guaraní

El legendario músico dialogó con Conclusión, en un mano a mano en el  que cuenta parte de su historia, y que antecede a su inminente llegada a la Plataforma Lavardén el próximo domingo. 

 

por Florencia Vizzi

Barboza ríe abiertamente cuando se le pregunta qué fue de Raulito el Mago, casi con ternura. Piensa un momento: “Bueno, con el tiempo uno va cambiando, va madurando y aprendiendo, aunque yo creo que está conmigo, es parte de lo que yo soy, una parte muy importante,  y de lo que he ido haciendo a lo largo de los años. Uno cambia es cierto, pero en el fondo siempre está lo que somos y eso va con uno a todos lados, y en definitiva, ese soy yo».

Raulito el Mago es Raúl Barboza, ese músico de sangre  y alma guaraní, cuyo temprano romance con el acordeón lo llevó a transitar los escenarios junto a los más prestigiosos músicos argentinos y del mundo, al reconocimiento internacional y lo terminó anclando en París, dónde reside, la mitad del tiempo, desde hace más de 30 años. La otra mitad del tiempo la pasa, felizmente,  en Argentina, dónde se refugia del gélido invierno europeo.

El apodo de Mago se lo ganó en un conventillo de la Boca, dónde vivió algún tiempo,  poco antes de erigirse en esa leyenda que convirtió al chamamé, una música casi marginal, acotada casi exclusivamente en esos tiempos a su región originaria y los bailes, en una exquisitez, de ribetes algo exóticos, aclamada en los escenarios más prestigiosos del mundo. Y se lo ganó por ese talento innato con que sus dedos hacen hablar al acordeón.

Aunque Raúl es terminante, a su modo humilde y gentil, en eso: “Para mí no hay lugares más o menos importantes. Cuando yo toco lo hago de la misma forma en todos, lados, en un teatro en Rusia, en Buenos Aires, o en el campo, debajo de los árboles. Uno toca para el disfrute, para la el que quiera escuchar. Toco por igual en todos lados, porque eso es la música”.

Hijo de un guitarrista correntino, su padre le puso un acordeón desvencijado entre sus manos, cuando tenía 7 años. La “verdulera” como le llaman a ese tipo de acordeón diatónico, estaba malherida, así que lo arreglaron con una cinta adhesiva. El pequeño Raúl comenzó a tocar  y ya nunca se detuvo.

Raúl Barboza es, posiblemente uno de los más grandes músicos contemporáneos argentinos. Ha tocado por años junto a Ariel Ramírez, ha recibido los más prestigiosos premios en Francia, uno de ellos al que sólo han accedido Atahualpa Yupanqui y Astor Piazzolla. El mismo Astor no ha tenido reparos en expresar su admiración y estima por Barboza, por su forma de tocar y, particularmente, a su convicción de seguir su intuición musical, “aunque no venda nada”.

 “Yo tenía 12 años cuando grabé el primer tema, y uno de los guitarristas era Ramón Ayala. Él sería un muchacho de 22 o 23 años. Me invitaron a participar en un disco, que luego quedó allí, no se si alguien lo habrá escuchado”. Barboza cuenta que el tema que tocó en esa grabación lo compuso su padre.

Sin dudarlo, da por tierra con el mito de los 70 discos que suele nombrarse en las reseñas sobre su obra y en publicidades sobre sus shows: “El 70 dejalo de lado –dice, sin falsas humildades – porque yo, honestamente no sé de dónde salió esa cifra, pienso que algún generoso la creó. Yo realmente no sé si son 70. Pero si he grabado mucho. Después de esa primera vez hice un disco que tenía cuatro temas, cuando tenía 19 o 20 años. Mi primer disco fue con Ariel Ramirez, en la compañía CBS Columbia. También he grabado en Phillips, en Wincofon, en Odeón… en todas las compañías de la época”.

La rebelión del Mago
Sin importarle el precio a pagar, las críticas por su estilo personal y  poco comercial, no se dejó amilanar, y jamás renunció a su instinto ni al fuerte impulso de innovar e inventar dentro de un género y un mercado que no perdonaba rebeliones.

“Siempre he tratado de hacer cosas nuevas en mis discos, eso es lo que siempre he buscado. Cuando a mí me tocó grabar en los años 60,  yo ingresé en ese disco  una guitarra eléctrica. Pero ¿con qué objeto? Yo no tenía conocimientos, como los músicos de jazz, y no había estudiado música,  y no sabía cómo conseguir un vibráfono o  vibrafón. Yo había escuchado a Carlos Gardel, El día que me quieras, o Noches de Atenas… en esas canciones había un vibrafón, que se escuchaba en el medio, o al principio, o al final, ¡y hacía un sonido tan hermoso!…  Entonces como yo no tenía, incluí una guitarra eléctrica para que imitara ese sonido. Fue una idea mía, que se me ocurrió  de escuchar a otros músicos,  porque la verdad es que yo escucho música, de todo, a todo el mundo. Yo escucho a Cocomarola, a  Ernesto Montiel, a Ella Fitzgeradl, a Carusso, a Carlos Gardel, a Tony Murena, a Los Manseros Santiagueños,  a Buenos Aires 8… yo escucho música siempre”.

ph.sergiomanesBarbosa no lo dice, pero esa fue la madre de todas las batallas, romper con esas  limitaciones y atreverse a desafiar las imposiciones de la industria. A pesar de sus giras en todo el país con reconocidos músicos, a pesar de las reiteradas presentaciones en Rusia y en Japón, dónde se vendían sus discos, a pesar de su talento, incomensurable.

“Hay una cosa que yo fui aprendiendo a lo largo del tiempo y que puse en práctica muy joven. Por ejemplo,  cuando yo grabé el primer disco en Columbia, cuando me lo propusieron el maestro Ariel Rámirez y Hernán Figueroa Reyes, que era el director artístico de la compañía yo grabé, entre otros temas un tema que era de un cantante del trío Santa Ana, que se llamaba Julio Lujan. Él hizo un rasguido doble, que le puso “El hornerito”. Se me ocurrió colocar, en ese ritmo de 4 x 4, un bongó,  para que haga la parte rítmica con un sonido de cueros agudo. Yo llamé para eso a Domingo Cura, que vino con un gusto enorme, yo tenía 22, o 23 años cuando hice eso… y para algunos fue un pecado mortal. Después de eso, más tarde, grabé un disco con guitarra y percusión, todo el disco con percusión, y estaba también Domingo Cura. Tenía otro tratamiento musical,  pero yo nunca incluí sonidos extranjerizantes. Lo que yo incluí en todos mis discos, son los sonidos que yo escuchaba. El canto de los pájaros, el murmullo del agua, yo buscaba elementos e instrumentos para emularlos, para simular el canto de las hojas de las casuarinas cuando el viento es fuerte, o el canto de las gaviotas. Y mucha gente me decía “pero esto no es chamame”, y  yo decía: ‘pero caramba, si yo he escuchado a los grandes maestros rusos, griegos, o los grandes compositores brasileños que le agregan a su música esos sonidos naturales, ¿por qué yo no puedo agregárselos al chamame?.

“Yo me opuse sistemáticamente a oponerme a mí mismo, me dije yo lo voy a hacer, aunque no venda nada”. Así fue que varias veces me propusieron grabar con nombres ficticios, y me decían ‘vos vas a ganar mucho dinero para sostener a ese Raulito Barboza que no puede vender discos’. Y o no lo acepté y me fui a vivir a Europa. Y en el año 85 decidí no grabar más en la Argentina y grabé en Brasil. Volví y después me fui a Japón. Un día me fui con mi señora a Francia, y empecé a trabajar ahí, y  alguien me invitó a quedarme, y me quede allí, anclado en París. Recomencé una nueva vida con mi mujer. Por suerte todo anduvo bien, porque Francia era un país muy abierto.

Fue cuando Astor Piazzolla le hizo la venia, la señal de llamada que le abriría la puerta,  hablando de él.  “Es un luchador y merece mi estima y admiración”, dijo entre otras cosas.

Pero no fue fácil. Hubo hambre, hubo frío, hubo un gran trabajo para empezar de cero, a los 50 junto a su esposa. Fue allí donde, a los 60 años,  tuvo que aprender a leer y escribir música. Hasta ese momento, no había sido necesario, le bastaban sus manos, su alma y sus oídos.

“Lo que ocurre es que el chamamé es una de las tantas músicas de tradición oral. Es de origen guaraní, mezclado con las enseñanzas que han venido de Europa con los  jesuitas. No hay que olvidarse que el guaraní no tenía escritura, entonces todo lo que se aprendía era por transmisión oral. Los músicos chamameceros que tocan el acordeón, la  verdulera, ninguno sabe leer o escribir música. Todo se hace por transmisión oral, así  como los cuentos de las abuelas, o lo que le enseñan a los niños, qué hacer cuando uno ve un yacaré, como se enseña a dónde está la cueva de las serpientes, o las cuevas de las arañas. Todo eso se sabe por tradición oral. Y el chamamecero que tocaba el acordeón diatónico, ¿cómo iba a aprender música si no había escuelas? ¿Cómo iba a aprender a leer el pentagrama? Yo tenía 7 años cuando mi papá me puso mi primer  acordeón en las manos, y así como yo aprendí de  oreja,  como se dice,  todos los chicos de 7 años desde que yo tenía siete años hace 70 años atrás, han aprendido así,  igual que yo,  y así lo siguen haciendo”

Barboza cuenta que en Francia los músicos con lo que tocaba le pedían las partituras, para poder acompañarlo. Y afirma que es lo lógico, porque ellos no concoían de que se trataba, no lo habían mamado desde su infancia… “Pero cuando estoy en Argentina no tengo ninguna necesidad de escribir las partituras, porque aquí puedo volver a usar la comunicación oral”.

“Además –agrega-  todas las veces que subimos al escenario con mis compañeros, que son siempre los mismos, nos conocemos bien, ellos saben que yo puedo cambiar en cualquier momento. Pero los cambios están dados por una mirada, por un movimiento de cabeza, por un movimiento en el cuerpo, o simplemente por la voz. Sabemos que en cualquier momento podemos cambiar. Yo no tengo tres acompañantes, somos cuatro músicos que en cualquier momento podemos expresar melódicamente nuestra idea,  en cualquier momento de la música, y los otros, inmediatamente se ponen en acompañantes. Ahora, eso se logra con la confianza, la maduración, y sabiendo que somos solistas y acompañantes entre nosotros“.

Sonidos y silencios

Los silencios son importantes para Raúl, constituyen un rasgo ineludible de su personalidad.

Barboza ha contado en varias ocasiones su anécdota con Cesaria Evora, de quien fue telonero en alguna oportunidad. “Se acercó, me preguntó si era indio,  le dije que sí.Se sentó a mi lado y permanecimos así, uno junto a otro, en silencio, por una hora… Lo que pasa es que ella también es india, y entre nosotros sabemos comunicarnos a través del silencio”.

Así es como habla él, pausadamente, mechando reflexivamente los silencios, que refuerzan la significancia de sus palabras. Y así es como toca, haciendo sonar esos silencios,  que acentúa expresivamente, resaltando las inflexiones y las cadencias,  y que movilizan la ansiedad por volver a escucharlo… “Es que así se construye la música, con sonidos, con todos los sonidos y con todos los  silencios”. 

Pero esos silencios que lo rodean, que son característicos de su expresividad, de su carácter, de su música toda, no inquietan, por el contrario,  son intensos y asombrosos… mágicos, como no podía ser de otra manera.

 

Raúl Barboza se presenta éste domingo 13 de marzo en la Plataforma Lavardén, a las 21 horas. Allí tocará con su cuarteto, integrado por: Nardo González en guitarra; Cacho Bernal en percusión y Roy Valenzuela en contrabajo),

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